Por el Puente de Aranda

 

(Esta entrada ha sido añadida en una fecha muy posterior a su realización, en junio de 2016, debido a un error en el blog, que debe de tener en el limbo de los justos mi anterior intento por contar la llegada a Aranda)

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Café con leche para mi y café cortado para Jaime. Son las diez de la mañana. «¿Un  poco tarde, no?,  apunta el dueño del bar en el que tomamos un café antes de la caminata por el Duero, que hoy nos llevará desde Vadocondes a Aranda.

Ha llamado a un taxi para nosotros y, mientras esperamos, nos enzarzamos en una tranquila discusión sobre si será mejor la orilla izquierda o la derecha para llegarnos hasta Aranda y sobre si el polígono industrial estará en uno u otro lado del río. Mas que nada para evitarlo. «!Está a la izquierda!», sostiene Jaime. «!Está a la derecha!», indica él camarero mientras sigue poniendo cafés a otros parroquianos. «Nada», me digo yo, es la diferencia de como tiene cada uno el mapa en su cabeza, que depende de donde vive cada cual, de si mira al norte o al sur con su brújula interior o incluso de si duerme en su habitación orientado hacia la calle, con los pies de la cama contra la pared o el cabecera mirando hacia el norte o hacia La Meca.

He dejado para hoy una etapa corta, tras de la que realice desde Langa de Duero a Vadocondes, y tiene premio, porque a mediodía, cuando lleguemos a Aranda, nos aguarda un cordero asado en Casa Florencio, orgullo de propios y envidia de extraños. Espero.

La taxista, que mide el mundo y las distancias un poco a partir de lo que ella tarda en cubrir la distancia de un pueblo a otro, nos deja en el puente de piedra de Vadocondes. Le pago los 14 euros que me pide por la carrera, que ha hecho a velocidad por debajo del radar, o sea en modo seguridad y sin prisas, y cruzamos para tomar la orilla norte o noreste del río Duero, que ha descrito un amplio círculo sobre este pequeño pueblo dotado de una gran iglesia, ermita y buenas calles arregladas.

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Enseguida pasamos bajo el puente de hierro del ferrocarril y tomamos una senda franca que discurre en paralelo a unos 50 metros del cauce, algo alta, porque el río busca una encajonada que ya no abandonará hasta que lleguemos a la altura de Fresnillo, a unas buenas dos horas de marcha.

La vegetación aquí es intrincada. Los álamos se alzan gigantescos sobre las orillas y a su sombra prosperan hierbas de porte considerable, zarzas que no se darían mejor si fueran cultivadas y un sin fin de matojos irreconocibles, trepadoras, lianas y enredaderas, que juntas tejen una verdadera ‘muralla’ de maleza infranqueable a lo largo del cauce del río y que, apenas, nos deja ver las aguas lentas y verdosas del Duero.

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Las tierras, plantadas de remolacha, trigo y maíz, dan paso, cerca ya de Fresnillo, a una tierra alargada y enorme de cebada en la que entablamos una buena conversación con el labriego que se mueve despacio por el mar ondulante de las espigas . Lleva altas botas de goma, con un remate en cazoleta para cubrir las rodillas, como si del Capitán Alatriste de los Sembrados se tratara. Hombre amable, deja los medios del cebadal y se aproxima para responder a nuestras voces amistosas. Nos muestra las espigas y el daño que les hace una oruguilla, que tiene el capricho de chuperretear un grano de cada tres o cuatro de la espiga. La muy golosa deja esos granos, creo que los mejores y de germen mas prometedor, en blanco. Y cuando llega a mediados de julio la cosechadora no encontrará ahí nada que recoger.

 

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«Son un 30 por ciento de los gramos» los afectados, me explica. «Todo esto se llama La Enebrada o La Colonia». La enebrada por los enebros y la colonia porque las parcelas de cebada en las que está dividido el campo, pertenecen cada una a un colono y eso se lo deben al arandino Diego Arias de Miranda, que fue ministro de Canalejas y  que trajo de América un peculiar proyecto de reforma agraria y de experimentación agrícola. Todo esto explicado por el dueño de la cebada y contrastado en internet, aunque sin entrar en la profusión de datos históricos que siempre acompañan a estas ‘gestas’. Era dar a cada colono una parcela de cultivo, con su casa de aperos, sus sistemas e riego y su explotación ordenada.

Y después de esta conversación, nos vamos Jaime y yo a comer el bocata.

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Son las 15,30 y oímos un tamboril y una dulzaina. Estamos en Casa Florencio, en Aranda de Duero, donde ya nos han puesto un vinito de Roa, que Jaime encuentra algo tibio, y que se llama López Cristobal, con un bouquet floral de entrada que anima al mas pintado.

Un poco aseados y con ropa limpia que teníamos en el coche, en Aranda, hemos atravesado el puente principal que cruza el Duero para dar acceso a la villa (villa y ciudad) que es la tercera en población de Castilla y León, aparte de las capitales, punto neurálgico de la Ribera del Duero, cabeza de partido y eje de las comunicaciones con el norte de España.

Enseguida, tras llamarnos la atención por su nombre el restaurante Somaten, llegamos a la calle Isilla, peatonal y la mas postinera de Aranda, donde tomar unos vinos a mediodía, sábados, domingos y fiestas de guardar, se convierte en la mejor forma de saber lo que pasa por el mundo,  ósea ver y que te vean.

El camino a Aranda desde Fresnillo ha sido mas breve que el primer tramo del recorrido de hoy y ha contenido alguna sorpresa que nos ha frenado el paso, como los dos o tres aguáchales que nos hemos visto obligados a rodear, uno en un trigal bien maduro y otro en una alfalfa recién cortada.

Pero también ha habido tramos deliciosos, como este campo de amapolas en plenitud bajo el sol.

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Poco a poco hemos empezado a ver viñedos mas o menos extensos, sobre todo en la orilla derecha del río. Planteles bien alineados con las vides colocadas en espaldar, para ofrecerle al sol los racimos y facilitar las labores de la poda, la fumigación cuando es necesaria, el riego individualizado de cada cepa, si lo necesite. Y en algunos casos, los ¨lineos¨ o «linios» se meten hasta el límite del veril, casi ya en el río.

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Qué espectáculo, los pámpanos de la vid y los zarcillos que lanzan las cepas para aferrarse a cualquier cosa que permita a esta planta trepadora colocar a sus racimos de uvas en una posición aireada, soleada, que haga madurar al grano y generar los azúcares que luego serán alcohol. Cuanto debemos los aficionados al vino a la genética de las plantas. Jeje.

Cerca ya de Aranda, el Duero se remansa nada mas pasar los almacenes de unas empresas de transporte y una factoría de áridos que no parece estar ya en funcionamiento. Tras algunos compases de confusión sobre la dirección del rió, nos colocamos al fin sobre el puente de Aranda y le cantamos lo del «tió juanillo», que se tiró, se tiró, pero no se mató. Y entramos «triunfantes», con la euforia del caminante que llega a su destino.

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Jaime está entusiasmado con el reportaje gráfico que está haciendo del menú gastronómico que nos sirven en Casa Florencio. Es el menú de las XVI Jornadas Gastronómicas del Lechazo Asado de Aranda de Duero, que abarcan del 1 al 30 de junio y no hemos querido perdernos (si pones en el blog Casa Florencio, nos hacen el 30 por ciento de descuento, me dice Jaime, con su habitual sorna).

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Además del cuarto de cordero, muy rico, como siempre por estas tierras, nos han traído una especie de mus de lentejas pardinas, con polvo (sic) de lechazo y mermelada de pimiento asado, junto con teja de morcilla , entre otros entrantes, para acompañar a la ensalada tradicional, el pan  de torta de Aranda, y el cordero de raza churra, que constituye el emblema de estas tierras.

Y con esta magnifica comida, ponemos final a una jornada nada agotadora en la que hemos llegado hasta Aranda y que nos ha dejado en magnificas condiciones para seguir  acompañando al río Duero en su búsqueda sin prisas de la mar que, como decía Manrique, es el  morir.