El arco de herradura del castillo de Gormaz enmarca entre sus curvas una vista deliciosa del Duero a esta hora de la mañana. Piedras milenarias para una fortaleza que se asienta sobre el cerro, desgastado cada vez mas y mas en su base por el fluir tranquilo y viejo del agua.
Atravesamos el arco a las nueve y media de esta mañana clara de julio que promete ser calurosa, aunque todavia esta fresca. Digo atravesamos porque me acompaña en esta etapa por tierras todavia sorianas mi compañero y amigo Jaime, que tiene en estos lares sus recuerdos de infancia, las aventuras de los años mozos y el amor por el lugar de los antepasados. Me va dando detalles del castillo , de la ermita de San Miguel, que pronto dejamos atrás cuesta abajo desde el castillo, lanzados en busca del puente que cruza el Duero para situarnos en la orilla izquierda y emprender la marcha.
Atrás, a lo lejos, queda el lugar en el que tuve la mala caída que me obligo a interrumpir la marcha que traía en diciembre desde Andaluz. Ya es otro día y otro tiempo para este proyecto mío de acompañar al río desde donde nace, en Urbión, hasta su desembocadura en Oporto, siempre a su vera.
Hora y media o casi dos andando desde el puente de Gormaz nos ponen al otro lado de la granja Bubones.
Esta primera parte es muy gratificante. Estamos siguiendo la orilla del río entre juncales frescos y trigos altos. El sol poco a poco va ganando altura aunque todavia esta a nuestras espaldas. Todo es placentero esta mañana, como la compañía hasta el cerro de Nica, el amigo de Jaime que nos ha traido desde el Burgo de Osma y hace un momento nos daba explicaciones sobre los recovecos que vamos a encontrar y la senda que sabe que acompaña al Duero en su marcha por este tramo. Hablamos de nuestra comun Canarias hasta que nos despide bajo el arco califal y nos desea suerte en la marcha.
La parada que hacemos Jaime y yo después para reponer fuerzas sobre la presa que se situa a la altura de Bubones nos permite percatarnos bien de la curvatura que forma el rio sobre el bastion de Gormaz y de la belleza del tramo que ya hemos andado, en el que los fresnos, las sabinas y los alamos se mecen cadenciosos sobre las orillas del Duero, cubiertas en esta época de hierbas y juncos, de espadañas y de esparragueras. Las lluvias de este año han reverdecido las riberas del Duero, pero las bendiciones en el suelo se extienden también a los campos.
A dos metros escasos de la orilla del rio, como si se tratara de un extenso mar verde, el aire que viene desde las arboledas mece en los trigales las crestas cenicientas de las espigas, que se dejan peinar por el viento suave de mediodía.
Cantan a esta hora las aves, sin que yo sepa identificarlas; frotan las cigarras sus elitros con un estruendo fragoroso y horrísono que parece descender directamente desde el sol. !Quien diría que se trata de una llamada de amor entre los insectos!. El rio ofrece una vez mas en sus orillas esta mañana el espectaculo impagable de la vida.
Tras el plácido descanso, el rio se abre camino hasta un pronunciado cañón que le obliga a encajonarse. Pronto reparo en que el que obliga al cañón es el rio, que sabe desgastar la piedra por recia que sea hasta que ésta le franquea el paso.
Vamos Jaime y yo conversando cuando, de repente, retumba el suelo. Es algo inesperado. Se oye un tronzar de ramas y entonces vemos, a 20 o 30 metros, a la bestia. Es un enorme jabalí hembra, de unos 80 o 90 kilos, que gruñe a su cría, a la que no vemos, para que le siga. Tenemos un momento de incertidumbre y de temor porque sabemos que cruzarse entre un jabalí y su cría es mala cosa. Al fin aparece el jabato rezagado y la madre sigue gruñendo desde la espesura, como regañando al pequeño por exponerse ante los extraños. Les damos tiempo para que se alejen y se van bosquete de encinas arriba con nuestra bendición y el contento por haber presenciado un capítulo infrecuente de la vida en su estado mas salvaje.
Los jabalíes no se han dejado fotografiar porque ha sido visto y no visto, pero este grupo de buitres ha sobrevolado nuestras cabezas a los largo del pequeño cañón que ha abierto el río en su ascenso en sentido norte hacia la granja El Encinar, otro enclave que recogen los mapas por estas tierras despobladas alrededor de la fortaleza de Gormaz, que data creo del siglo IX.
Pronto se acaban las concesiones del frescor del rio y de la mañana. Las tierras que acompañan al Duero en su fluir por esta parte de Soria se hacen agrestes y entre los roquedales solo prosperan los fuertes: las sabinas y las encinas, los cardos azulados y los hinojos salvajes. Por entre las piedras solo clarea una fina linea de tierra como si fuera un camino parar hormigas. Lo forma con sus pezuñas el paso de los corzos y me gusta seguirlo, porque se que no abandonará nunca la orilla del río, pero sube caprichosamente y baja de modo abrupto en cuanto hay un lugar apropiado para un abrevadero entre los juncos. Al corzo le traen al pairo las pendientes de 45 grados porque pliega sus patas sin aparente esfuerzo, pero Jaime y yo resoplamos en cada subida bajo un sol que empieza a ser abrasador.
Todavía nos queda lo peor. A poco mas de una hora de Navapalos se alzan ante nuestros ojos unos trigos que solo dejan transitable el talud junto al río y este se presenta tapizado de una hierba traicionera, que no deja ver los agujeros e irregularidades del suelo, que aquí se convierte en una trampa para los tobillos. La opción es limitada. Los trigos son tan altos que no admiten transitar por el suelo que ha allanado la siembre sin destruirlos. La otra opción es el terraplén y el tobillo dislocado. Se nos hacen interminables los cerca de 60 minutos que empleamos en salir del trigal, que se extiende hasta donde la vista alcanza en dirección al cerro de Gormaz, que todavía es visible a lo lejos, quizás 10 0 15 kilómetros en linea recta hacia el sureste.
Paro a descansar junto a un endrino que mete sus ramas en los trigos y compruebo que una gavilla de espigas solitarias se alza claramente sobre mi cabeza. Sigo con la mirada hasta el suelo la espadaña de paja de cada espiga y veo que superan sin dificultad los dos metros, quizá 2,20 m. ¿Que clase de trigo es este?, nos preguntamos mientras enjugamos el sudor. Son cerca de las dos de la tarde. El sol esta en pleno sobre nuestras cabezas, superando la vertical, de modo que ya nos adelanta y nos obliga a inclinar la vista hacia el suelo para protegernos. Con todo, el sol no es hoy el problema. Seguir el curso del rio te ofrece a menudo jugosas veredas, pero también a menudo coloca ante ti escarpaduras desgastadas y erosionadas, sin mas sombra que la que forman troncos resecos o muertos. En ese momento, diriges tu vista al río y compruebas que se ha aquietado, que sus aguas se remansan hasta parecer detenidas, y que se vuelven blancuzcas, inhospitas incluso para mosquitos, avispas y libélulas.
«Navapalos tiene que estar ya cerca», le digo a Jaime, pero cuesta creerlo, porque el cálculo que hice hace una hora de que nos quedaba una hora ha quedado ridículo y pienso que, en ese punto, nos debe de falta aún otra hora. No tanto por la distancia, como por la dificultad del terreno. Me sabe mal llevar a Jaime por esta obcecación mía de seguir al río allá donde vaya, aunque se que llegaremos a nuestro destino y que entonces recordaremos el calor y el esfuerzo como algo pasado, como un precio que bien vale pagar para ver lo que hemos visto. Jaime no pone ni un pero, aguanta sin pestañear la solajera, incluso cuando nos vemos obligados a comer a la sombra de un talud de tierra compactada que amenaza con venirsenos encima. No hay mas sombra disponible y son mas de las cuatro. El bocata de tortilla de chorizo con rodajas de tomate que ha preparado mi compañero me sabe a gloria. Media hora después estamos en Navapalos.
Es un pequeño pueblo al que el paso del tiempo ha dejado casi vacío y ha derribado, a dentelladas sobre el adobe, las paredes de muchas casas, que muestran al sol sus vigas abatidas y sus paredes interiores desconchadas. Alguién se ha afanado en escribir sobre un tablón, con caligrafía cuidada, una advertencia que suena a súplica desesperada.: «Este, no es un pueblo muerto».
La fuente a la que nos lleva Nica aún da agua fresca y abundante. Tiene esculpida una fecha de construcción que también parece premonitoria: 1898. «- El otro año de la crisis», apunta.